Pie
con Bola
Meditaciones desde un partido de futbol.
Fernando Buen Abad Domínguez
Rebelión/Universidad de la Filosofía
El mundo y las patadas.
Hay mucho dinero en juego. Esa fascinación
estrambótica que ejerce el fútbol sobre las sociedades contemporáneas rebasa
voluntariosamente todas las intentonas que creímos suficientes para explicarnos
los cómo, los por qué y los cuándo de ciertos magnetismos cancheros.
Sociólogos, antropólogos o politólogos (entre otros muchos interesados) se
devanan los sesos pretendiendo establecer límites, categorías, definiciones y
estadísticas, capaces de poner en claro el conjunto de factores combinatorios
que dan por resultado uno de los fenómenos colectivos más inextricables. Los
monopolios mass media se relamen los bigotes. Nadie da pie con bola.
Deporte, espectáculo y arte preñados con
performance popular, rito de congregación masiva, manipulación de masas… todo
junto amontonado y revuelto. Catarsis de presiones históricas y parafernalia de
fe, dogmatismo o fanatismo, que alcanzan extremos entre lo erótico y lo
tanático. No hay psicoanálisis de las sociedades modernas, incluso con sus
reduccionismos racionalistas, que sea capaz de valorar y redimensionar, en su
conjunto, el papel del fútbol en el espíritu de la humanidad contemporánea. Con
sus bondades y necedades. ¿Será que es tan complejo?
Cuando una trama de movimientos, estrategias,
accidentes o absurdos desencadena en el espectador ese chicotazo emocional que
lo castiga o gratifica, por él, para él, y hasta él, se confirman potencias,
esperanzas, alegrías, desencantos o ritos profundísimos que habitan ya en el
ser de las culturas como condición delirante para muchas de sus expresiones.
Alienación al canto. Hay quienes lo ven sólo como negocio.
El fútbol es, también, una coreografía lúdica que
se funda en el agón, el azar, el vértigo y la mimesis. Los jugadores danzan un
rito del estallido y de la expansión que tiene como pretexto el control del
cuerpo humano, del cuerpo esférico y del cuerpo colectivo, asociados para que
toda su energía pase por una puerta arquetípica
que casi siempre significa renovación donde se reinicia el ciclo. Quien inventó
el fútbol, (persona, sociedad o secta) consciente o inconscientemente, puso
sobre la rectangularidad del terreno un conjunto de piezas estremecedoramente
parecidas a las que contiene la existencia toda. Eso seduce a los pueblos desde
siempre. El fútbol pone en juego inteligencias geométricas, que sintetizan
fuerza, aceleración, masa, probabilidades y curvas en un ejercicio estético
cuyo arte, ritmo, armonía, y composición, manejan repertorios de imágenes
abstractas, fijas en la mente del público y el jugador. Potencias resucitadas
cíclicamente en la fantasía y maravilla del gol. Y a cobrar se ha dicho.
Por más que la palabra “gol” signifique meta, el
fin último del fútbol no es el “gol”. Como en todo fenómeno lúdico siempre es
más importante el proceso que el producto, aunque el producto sirva, o no, para
cobrar sueldos, entradas, regalías y prestigios de comentaristas, cronistas,
futbolistas, sucedáneos y conexos. Quien disfruta el "balón pie"
afina su percepción sobre movimientos, acomodos, condición física, logísticas y
destrezas de cada jugador y del conjunto. Pero, además, disfruta carismas,
desafíos, heroicidades, suerte y destino individual o grupal, divisa-religión
que magnetiza a sociedades enteras. Magia inefable que oculta sus secretos en
las gavetas culturales más íntimas de los pueblos. Sirve para ocultar muchas
cosas.
Los estadios exaltan con su circularidad y
concentricidad tradiciones sagradas ancestrales del espacio y el tiempo. El
público sobreexcita las redes emocionales de todo su ser, particular o colectivo,
y se entrega a una contemplación, no pasiva, (contra lo que afirman algunos)
que apetece desatar su lirismo sobre épicas renovadas en dramas conmocionantes.
Desde la tragedia griega hasta el campeonato mundial del fútbol. Poco favor
hacen, con su mediocridad, las crónicas masmedieras en transmisiones
televisivo-radiales o impresas, que preñan con su ideología mercantil y su
pobreza estética, el disfrute de aficionados y jugadores que, de cuerpo
presente, siguen las acciones futboleras.
Es imposible explicar de dónde surgió esa estética
grotesca del alarido artificial y de las voces ampulosas de locutor, narradores
o cronistas que pretenden dar cuenta sobre los hechos en la cancha. La
sobresaturación prefabricada con que se ponderan o critican los movimientos, el
grito frecuentemente falso que canta goles, (grito medido para que alcance
hasta la repetición de la jugada) y la moda del “tono solemne” con que se habla
de la estupidez más intrascendente para analizar un partido, vuelve fastidiosa
hasta el hartazgo la envoltura que manosea lo que a nivel del césped tiene otro
sabor. Nadie puede objetar o prohibir las acometidas pasionales, lo reprochable
es que mientan con el pretexto de que "así debe ser para que al público le
guste". ¿Quién inventaría esos clichés? Y ocurre igual por todas partes.
Incluso esa moda de la exaltación sobreexcitada
hace pirámides humanas, rasga vestiduras, produce carreras apocalípticas ante
las tribunas y catarsis escénicas desmedidas, teatralizan o farandulizan algo
que naturalmente no necesita performances vodevilescos. Payasada histérica. Es
verdad que los rituales colectivos no necesitan recetarios ni reglamentos de
nadie. Lo ofensivo es que se les tergiverse para que aparezcan como show de
vanidades mediocres. El grotesco en pleno.
Ganar o perder son accidentes de una expectativa
que siempre tiene imponderables. El fútbol posee variables muy amplias, como
juego o como “arte”. Hay designios donde el azar impone sus caprichos.
Especulen lo que especulen empresarios, anunciantes, funcionarios y
apostadores. ¿Quién es el dueño del fútbol? ¿Quién es el dueño de los goles?
Mafias a diestra y siniestra. Nunca la historia de la cultura imaginó que fuese
posible concentrar el interés de tantos millones de almas en torno a un juego
de pelota. En vivo o a distancia. ¿Avanzamos? ¿Retrocedimos? ¿Las dos cosas?
Nunca se reunió bajo el pretexto de un espectáculo deportivo inversiones
financieras, tecnológicas, políticas e ideológicas tan descomunales como las
que hemos conocido en tiempos recientes. Jamás un acontecimiento cultural
derivado del juego entre equipos futboleros ocupó tan desmedidamente espacios
en televisión, radio o prensa, todos los días de todas las semanas en todos los
meses. No parece haber límite. ¿Cuánto nos cuesta? ¿No hay otra cosa mejor en
qué invertir?
El “Poder” del fútbol, de su ser industrial
farandulero, que también es extra-futbolístico, ha llegado a conmover la
“seguridad nacional”, ha logrado esconder la represión y el asesinato en varios
países. Por las afluencias y por las violencias. Poder farandulero de clase que
expresa también la degradación de su propia definición y que seduce desde la
cancha a la mercadotecnia, de las porterías a las ideologías, de las tribunas a
las urnas. Cuentan con un “público” mayoritariamente ignorante, indefenso,
acrílico, fanatizado y secuestrado. Poder enamorado en las concentraciones
humanas sólo si pagan boletos y transmisores, siempre amenazantes o
promisorias, (según la etapa. Los móviles… el programa) concentraciones para
dispersar la conciencia, canalizar la violencia… muchos piensa que pueden
conquistar al mundo sólo porque juntan a muchas personas. Poder real que vive
lujosamente[3] gracias a esa pasión futbolera descomunal e inmarcesible,
violenta, salvaje y tragicómica ante la cual, virtualmente ninguna explicación
da pie con bola. Porque no es fácil.
Vuelan a Diestra y siniestra los gargajos, los
salivazos y los mocos. 90 minutos, más lo que agregue el árbitro. Un
“espectáculo” que presenta como “glamour deportivo” la estética de la
asquerosidad. Y nadie se lo traga.
No hay cifras exactas, no hay cálculos precisos
pero en términos de litros por partido deben ser muchos los que se expiden
multiplicado por 22 jugadores, tres árbitros y todo lo que alcance a sumar el
público más próximo a las acciones futboleras. No se omitan los periodistas,
locutores y camarógrafos que también, de tanto en tanto, avientan su óvolo de
gargajos, infecciosos o no, al sacrosanto terreno de las patadas
mercantilizadas.
El escupitajo futbolero es, para algunos, una
especie de placer de “machos”. Especie de rúbrica babosa para cerrar jugadas
intensas. No se ve en otros deportes. Una carrerita tras un balón comprometido,
una barrida furibunda para dejar sentir la presencia, un choque de hombros a la
altura de las circunstancias y un inefable gargajo. Unas veces acompañado de
una peinadita de una miradita de reojo por si las cámaras para confirmar que
las cámaras estén atentas. Un gargajo más… en público, en vivo y en directo,
con transmisión internacional.
Sobre las camisetas que portan los colores de las
identidades más fanatizadas suelen terminar estampados los gargajos de los
contrincantes. No sólo porque muchos futbolistas gustan de convertir en gargajo
lo que no pueden o quieren decir con palabras, sino porque al pasar muchos
minutos tirándose al césped, revolcándose en él, levantan los escupitajos que
generosamente lanzan propios y extraños. Es un mar de mocos ensalivados donde
se humedece el glamour de las “estrellas” financiadas por monopolios y marcas
multimillonarias. Y se les ve tan felices de revolcarse en esa porquería. Se
parece tanto al capitalismo...
Parecería que todo el espectáculo de las patadas
está pensado para diversión exclusiva de los árbitros. Ellos deciden todo, nos
guste o no. El juego depende, no poco, de ellos. La historia del fútbol está
inundada con lágrimas de jugadores que arrodillados o enfurecidos, reclaman al
árbitro por una jugada mal apreciada o mal sancionada. También hay sonrisas de otros
beneficiaros de las pifias arbitrales. Tiros directos e indirectos, saques de
banda… y desde luego “penaltis” que jamás existieron o que jamás se marcaron…
no hay poder humano que cambie lo que el árbitro pita. Con razón o sin ella.
El personaje del árbitro, algunos de ellos
trabajadores honestos, comporta una contradicción añeja que se agrava con el
tiempo. Son ejecutores de un esquema autoritario e intransigente. Todo el
fútbol se ha modernizado, las técnicas atléticas de los jugadores, las tácticas
de ataque y defensa, los sistemas de transmisión radio-televisiva, los
uniformes, los estadios… pero los árbitros siguen siendo es institución añeja,
autoritaria y desvencijada que deja en la responsabilidad de un criterio único
el esfuerzo de un conjunto, la lucha de muchos colgada del hilo frágil de una
apreciación particular. Y muchos árbitros corren peligros muy serios por
aplicar leyes que ellos (y casi nadie) no pueden modificar bajo las condiciones
actuales. Como el capitalismo. Y no hay discusión que valga.
En otros deportes la tarea de juzgar acciones o
supervisar reglamentos, ha derivado en cuerpos de evaluación y sanción, que
suelen o pueden consensuar decisiones para evitar que sus dudas, o sus
certezas, pasen por encima de las de millones de personas. El árbitro del
fútbol, joven o no tanto, cumple órdenes de corte fascista puestas ahí para
representar, incluso aunque no les guste, uno de los perfiles ideológicos más
intolerantes de toda la industria futbolera, al lado de la publicística, claro.
Muchos son sospechosos.
Si el fútbol, como tantas cosas, impone leyes,
vigilancia y castigos, bien pudieran idear un sistema democrático para que los
aficionados, que sostienen con su dinero la industria de las patadas, pudieran
elegir a los árbitros, las leyes que supervisan y las sanciones que aplican.
Bien pudiera abrirse un espacio al pensamiento y participación para los
millones de personas que siguen el fútbol y donde sus criterios tuviesen un
lugar consensuado a la hora del partido. Intervención democrática que rompiera
el cerco privilegiado de un sector envejecido y autoritario que puede torcer
los resultados de cada encuentro al antojo de sus errores, (humanos y todo) o
de sus intereses políticos y/o económicos, de equipos, de marcas o de de clase.
Ya se ha visto muchas veces. ¿O el público sólo importa a la hora en que paga
sus boletos?
Gritan unos y gritan otros, para bien o para mal,
en contra o a favor. Alienados. La cosa es gritar hasta ensordecerse, la cosa
es gritar hasta enmudecerse. Gritan los aficionados y las aficionadas, gritan
los árbitros, los ayudantes, los entrenadores… gritan las luces, los flashes y
las imágenes, grita la historia, grita el tiempo, gritan en Wall Street, grita
el horror. ¿Quién escucha? La muchedumbre sale sedada, grito hipnótico.
La cantidad de los gritos no implica la calidad
del griterío. ¿Da lo mismo? Veamos: un locutor grita a sueldo emociones
programadas para la t.v. o la radio. ¿Hay en su grito alguna noción, así sea
lejana, de dignidad histórica referida a los pueblos que financian la
podofilia? ¿Hay en su grito algún remanente de la lucha de clases o sólo se
trata de “adornar” con alaridos la ya sobre-saturada estética de la estridencia
mercantil, a fuerza de “pasiones” ocasionales que lo mismo se exaltan con un
equipo que con otro, es decir, por una marca que por otra…? ¿no será que a
fuerza de gritos entramos al reino de los himnos mercenarios donde da lo mismo
cualquier cosa, mientras se pague bien, mientras se venda todo? ¿No será que a
fuerza de gritos nos embrutecemos, esmeriladamente, para la pachanga degenerada
del capitalismo que acumula riquezas y acumula zombis rentables? ¿Quién escucha
el grito de los torturados, de los muertos en las guerras comerciales, de los
desaparecidos, de los perseguidos políticos de los encarcelados por pensar
libremente?
Griterío sospechoso para que acaso no se escuchen
los gritos de rebeldía, los gritos organizados para cambiar al mundo, los
gritos del hartazgo, los gritos de la alegría revolucionaria. Que no se
escuchen los gritos campesinos y obreros, los gritos de las masas que gritan su
futuro con alma de rebeldes hastiados de la esclavitud y de la alienación. Eso
no se escucha tan fácilmente. No hagamos simplismos. Eso gusta y gusta por
algo, eso no lo hace intocable.
¿Para qué gritar tanto si la gracia es no
escuchar? ¿Quién aprecia el griterío de las tribunas, quién dijo que eso es
entusiasmo, quién amaestró a las “masas” para hacer la “ola”, para la alharaca
circense, para el estruendo vocinglero? El show
bussines llena sus pantallas y sus micrófonos con las escenografías
acústicas de los aficionados. El show degenerado, que levanta dinero a
mansalva, necesita el ruido de las tribunas para que no se escuchen las paladas
de dólares y euros depositadas en los bancos suizos. Grita la muchedumbre,
grita su alienación, grita y se desgañita para celebrar el triunfo de las
marcas cerveceras, deportivas, mass
mediáticas… grita el vulgo, grita la oligarquía parecen felices ambos,
reconciliados en el fútbol, sólo si deja ganancias para los dueños. Y los
pueblos ni se enteran ¿O sí? La miseria y la barbarie… a grito pelado.
Dicen que el campeonato mundial de fútbol es una
“fiesta”. Dicen algunos que los aficionados tienen derecho a una “distracción”
a un “entretenimiento”… que a nadie se hace daño cuando se mira un partido… que
es un “desahogo”… una “fuga”. Ojalá haya partidos magníficos, ojalá que, al
menos una, vez se juegue con inspiración y entrega, que participen las mejores
habilidades y que luzca lo mejor de un juego colectivo que logra tener
destellos maravillosos y registros estéticos extraordinarios. Que se juegue sin
especulación mercantil, sin manoseo mafioso, sin lógica de mercado. Que se
logre, al menos, un enfrentamiento intenso y creativo. Ojalá que se logre ver
la mejor parte del fútbol, porque lo peor está a la vista… y nos cuesta muy
caro. ¿Y si gritáramos los goles y eso no impidiera que nos organizáramos para
acabar, de una vez por todas, con el capitalismo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario